
EL
COMIENZO DE TODO
Una vez que toda la familia convenció a don Diego para que lo dejara ir
a la prueba al Pelusa, hubo que esperar. Faltaba todavía. Fueron un par
de días, nomás, pero a Diego le pareció un siglo. Al fin llegó.
Entonces, una banda de pibes de Villa Fiorito se tomó el colectivo 28
(el verde, como le decían) hasta Pompeya. De allí, el 44 hasta llegar
al complejo de entrenamiento de Argentinos, que se llamaba Las Malvinas.
Entre todos ellos, había tres pibes, el Diego, el Goyo y Montañita,
que no se separaban ni un minuto. Eso sí, cuando llegaron, la decepción
fue de todos: llovía tanto, pero tanto, que las canchas no se podían
ni pisar... ¡Se suspendía la prueba! ¿Se suspendía la prueba?
Vale detenerse un instante. No había sido fácil para Diego llegar
hasta allí: el permiso de don Diego no valía para siempre, la plata
para los boletos de colectivo costaba conseguirla, los entrenadores no
tenían tanto tiempo como para andar yendo y viniendo con un grupo de
pibes de Fiorito. ¿Habrá pensado Diego todo eso?
La voz de don Francis Cornejo, el entrenador, el descubridor de
talentos, el conductor de aquel grupo que empezaba a nacer, lo sacó de
su tristeza: "¡Vamos! Todos a la camioneta de don Yayo... ¡Nos
vamos a otra canchita!". La camioneta era un Rastrojero algo
destartalado y don Yayo era José Emilio Trotta, ayudante de Cornejo. La
otra canchita resultó ser el Parque Saavedra.Allí se armaron dos
equipos. Diego y Goyo entraron, juntos, en la segunda tanda. Si habían
sido siempre rivales, no se notó. Lo que más se notó en la comunicación
futbolìstica entre ellos fue la amistad. Hicieron todo tipo de lujos y
un montón de goles. Tantos, que Diego ni se acuerda cuántos fueron. Y
aunque parezca mentira, ante semejante demostración, al primera reacción
de don Francis no fue la mejor. El hombre pensaba que lo estaban
cargando, que ese pibe flaco y bajito, con un montón de rulos en la
cabeza, jamás podía tener nueve años. Estaba convencido de que era...
¡un enano! Cornejo se acercó a Diego y le preguntó si estaba seguro
que era del sesenta. Y Diego, achicándose todavía más, algo asustado,
le contestó que sí, por supuesto. Entonces el hombre le pidió los
documentos y él se quiso morir... ¡No los tenía!
Algo, la intuición tal vez, le hizo ver a don Francis que no valía la
pena hacerse problema. Que lo único importante era que aquel chico
siguiera jugando. Nunca imaginó que, poco tiempo después, tendría que
ser él mismo el que mintiera sobre la edad de su fenómeno. Y no
precisamente en el mismo sentido.
EL
MONSTRUO
Al fin, Francis tuvo los documentos de Diego. Y más también. Porque si
a alguien le tenín confianza don Diego y doña Tota para confiarles a
su hijo, ese era don Francis. Así que el hombre lo llevaba a Maradona a
todas partes. Hasta a los partidos con pibes más grandes, lo llevaba.
Parece increíble, pero así fue. Así como los brasileños ponen
futbolistas más grandes en los torneos menores, Argentinos apelaba a
uno más chico para jugar contra los más grandes.
Una vez, en la cancha de Sacachispas, contra Racing, el partido de los
chicos de 14 años estaba duro, cero a cero y no pasaba nada. Francis le
hizo una seña al negrito que tenía en el banco y lo mandó para la
cancha. Once años tenía Maradona y dos golazos metió. Chau partido.
El técnico rival, que lo conocía muy bien a Francis, se le acercó,
asombrado: "Pero, ¿cómo tenés a ese fenómeno en el
banco?", le preguntó, sabiendo que Francis erraba pocas veces.
"Cuidalo, que va a ser un genio", agregó. Francis sólo sonrió,
le dio una palmada y se fue.
Otra vez, en un partido contra Boca, hizo lo mismo. Pero como ya todos
conocían el nombre de Maradona, se lo cambió. En la planilla puso
Montanya. La cosa es que ese partido estaba todavía peor: perdían tres
a cero. Entonces, Cornejo mandó a... Montanya a la cancha. Enseguida
hizo un gol, otro más, consiguieron el empate. Y en el último festejo,
a los compañeros se les fue la lengua: "¡Grande, Diego!", le
gritaron. Y el técnico rival se puso como loco, llegó corriendo hasta
donde estaba Cornejo y le gritó: "¡Me pusiste a Maradona, hijo
de...!"
Maradona ya era todo un apellido, aún cuando la primera vez que apareció
publicado en un medio se deslizó un pequeño error. Para Clarín, según
publicó el 28 de septiembre de 1971, había un pibe con porte y clase
de crack que se llamaba... Caradona. No aparecía así en las listas de
los partidos de Los Cebollitas, que tenían una formación bastante
estable: Ojeda; Trotta, Chaile, Chammah, Montaña; Lucero, Dalla Buona,
Maradona; Duré, Carrizo y Delgado. Estuvieron 136 partidos invictos,
todos registrados en un cuaderno que guardan celosamente Claudia, y en
los últimos tiempos hacían giras por todas partes; hasta en Uruguay y
Perú estuvieron. Y la serie se les terminó en Navarro, provincia de
Buenos Aires. Pero la historia ya estaba escrita y también anunciaba lo
que estaba por venir, tarde o temprano.
GOLES
A... LOS INGLESES
La historia de Maradona es circular, cíclica. Y por eso fantástica. Es
posible encontrar en ella guiños y señales que lo explican todo. O
buena parte. En su inolvidable Epoca Cebollita, Diego hizo dos goles que
bien pudieron ser el molde de los que, muchos años después, les
convertiría en un único partido a los ingleses, durante el Mundial de
México ’86.
Aunque parezca mentira ya había realizado algo parecido a esa proeza
que está considerado el mejor gol de la historia de los mundiales. Fue
en 1973, en una final contra River. Diego gambeteó a siete jugadores y
definió.
Y lo màs curioso es que también hizo uno como el otro, el de La Mano
de Dios. Fue en el Parque Saavedra, los contrarios lo vieron, el referí
no y se armó un lío bárbaro. Al fin, fue gol.
QUE SE QUEDE
La fama de Los Cebollitas creció con sus triunfos y con su magia. Y la
Maradona, igual. Al punto que fue invitado por Pipo Mancera, conductor
del programa más visto de la televisión argentina en aquellos tiempos,
principios de los setenta. Diego trepó a las inferiores de Argentinos
Juniors y su debut en la novena división tuvo como premio el primer título,
la primera vuelta olímpica.
Obviamente, su nombre no sólo era llamativo para los medios. Allí
estaba los otros clubes, más grandes. A través de su presidente,
William Kent, River hizo conocer su interés. El dirigente encaró a don
Diego y le pidió que le pusiera precio al pase de su hijo, que lo quería
comprar. La respuesta del querido Chitoro está en la historia grande de
Maradona: "No, no, gracias, Dieguito está muy feliz de jugar en
Argentinos".
Dieguito estaba felìz, por ejemplo, de divertirse con las redonditas
pelotas Pintier en el entretiempo de los partidos de primera. Había
sido una idea de Cornejo: le tiró una pelota, Diego se puso a hacer
jueguito y la gente ya no tuvo atención para otra cosa. Cuando
volvieron los equipos de primera, para reanudar el partido, bajó la
ovación: "¡Que se quede / Que se quede!". Fue la primera
ovación que recibió Maradona en su vida, el antecedente del clásico
"¡Maradóóó, Maradóóó!".
Por aquellos tiempos ya andaba cerca del grupo Jorge Cyterszpiler. El
hermano del Gordo o el Ruso, que así lo llamaban, había sido una gran
promesa de Argentinos Juniors. Pero una enfermedad había acabado con
esa ilusión y también con su vida. Cyterszpiler no había vuelto a
pisar el club hasta que le contaron de un tal Maradona. Entonces volvió.
Y no se separó más de aquel grupo, fue el hermano mayor de todos.
Muchas veces Diego comió y durmió en su casa. Compartió con él los
sueños que ya estaban más cerca de hacerse realidad. Como aquella vez
que casi, casi debuta en primera. Fue el 14 de agosto de 1975. Una
huelga de futbolistas dejó sin profesionales a la primera división.
Argentinos tenía que jugar contra River, en la cancha de Vélez.
Francis, que no quería que lo apuraran contra los grandotes, le pidió
al técnico, que era Francisco Campana, que lo pusiera, porque jugaban
pibes contra otros pibes... No pudo ser, se quedó con las ganas. Pero
no faltaba mucho, apenas un año.
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LA
SINTESIS
Por el barrio en el que nació, Villa Fiorito, Diego Armando Maradona
bien podría haber sido
jugador de Independiente. O, más todavía, debía haber sido. Pero no.
Y está bien. Porque Argentinos Juniors, se confirmó con
los años, tiene más que ver
con su historia, con eso de pelear desde abajo. Con eso de engrandecer a
los humildes.
Como después viviría con otras camisetas, con la de Argentinos empezó
peleando el descenso y terminó buscando el título. Y la vieja cancha
de Bocyacá y García se convirtió en el centro de atención de todo el
mundo futbolero: como quien parte en procesión a adorar a un Dios, los
hinchas de cualquier club se encaminaban hacia allí para ver jugar al
morocho retacón y de rulos con el número diez. Siempre. Desde que
debutó, el 20 de octubre de 1976, hasta que se fue, en los primeros días
de 1981.
Como se jactan los partidarios de cada uno de los equipos por los que
pasó, los del Bicho aseguran que ellos tuvieron al mejor Maradona. El más
puro, el diamante en bruto, incontaminado. Es posible. En todo caso,
siempre se habla del Mejor Maradona y la discusión se eleva cada vez más.
En Argentinos hay hitos maradonianos, claro. Aquel debut en primera
división, con caño incluido, cuando todavía no tenía 16 años. Los
dos primeros goles, enseguida, a días de su presentación. La bronca en
forma de goles (tres) después de la frustración de Argentina ’78.
Goleador, goleador, goleador, goleador, goleador, cinco veces goleador
sobre nueve campeonatos jugados con esa querida camiseta. Giras y más
giras con él como atracción principal. Y un subcampeonato, por
supuesto, el único segundo puesto que alguna vez él festejó.
Y la referencia ineludible, para siempre. Hoy, y por todos los tiempos,
Argentinos Juniors fue, es y será el club donde se inició Diego
Armando Maradona.
DE SELECCION
Si toda la gente que dice haber presenciado el debut de Diego Armando
Maradona en primera división realmente hubiera estado en el estadio de
Boyacá y García, no habrían sido suficientes el Maracaná, el
Santiago Bernabeu y el Giusseppe Meazza juntos para recibirlos. Fueron
muchos, igual, los afortunados que aquel miércoles 20 de octubre de
1976 estuvieron en la cancha de Argentinos Juniors para ver el partido
del local contra la sensación del Campeonato Nacional, Talleres de Córdoba.
Dejaron en boleterías una recaudación de 1.273.100 pesos de entonces.
Como referencia de lo que valía la plata en aquellos tiempos, vale
decir que Central Norte, de Salta, jugando contra Newell’s Old Boys,
recaudó en aquella misma fecha 2.410.000 pesos.
Muchos de los que fueron a La Paternal soñaban con disfrutar con el
gran fútbol de los cordobeses. Se encontraron con un chico de 15 años
(le faltaban 10 días para cumplir 16) que en la primera pelota que tocó,
después de ingresar en el arranque mismo del segundo tiempo,
reemplazando al Nº 10 Giacobetti, con el número 16 en la espalda, le
tiró un caño al primer rival que se le cruzó en el camino, Juan
Domingo Patricio Cabrera. Es que eso mismo le había pedido el técnico,
Juan Carlos Montes, a Maradona: "Vaya, Diego, juegue como usted
sabe". Eso que hizo sabía hacer Maradona.
Para la prestigiosa revista El Gráfico cubrió el partido quien era
nada menos que el director de la publicación, Héctor Vega Onesime. El
escribió en la síntesis del partido, que calificó como intenso:
"De no haber sido por las condiciones y las dimensiones del campo
de juego, el espectáculo pudo ser mejor. Los dos equipos mostraron más
inclinación a crear que a destruir. Aun cuando en el segundo tiempo
Talleres se apretó contra sus palos para defender el 1-0, Argentinos
quedó sepultado en su incapacidad ofensiva. Ni siquiera la inclusión
del sorprendente, habilidoso e inteligente ex "cebollita"
Maradona (16 años (N. de la R.: todavía no los había cumplido) alcanzó
para resolver el problema. Los cordobeses tenían la alternativa de
ganar o ganar. Y ganaron. Para más adelante esperamos ese fútbol que
tienen, pero todavía no afloró. Campo: pésimo. Juez: Maino
(bien)". El remate era la calificación de Maradona, que jugó sólo
45 minutos: 7 puntos.
Es que jugó realmente bien. Los nervios desaparecieron rápidamente
para él, apenas pasó el toque de aquella primera pelota, con caño
incluido. Nunca desaparecieron de su alma, sin embargo, todas las
sensaciones de aquel debut. Alguna vez dijo, en tono de confesión:
"Fue la primera vez que sentía que tocaba el cielo con las
manos".
El técnico le había dicho que iba a ir al banco de los suplentes en el
último entrenamiento semanal, en el club Comunicaciones, el martes 19.
Entonces había salido como loco, corriendo, a contárselo a don Deigo y
a doña Tota, a sus hermanas, a sus hermanos, a sus amigos. A Villa
Fiorito. En aquellos días, ya Argentinos le había alquilado su primera
casa, en la calle 2746 de Villa del Parque, pero todavía estaban en
plena mudanza. Así que la mayoría de los seres a los que él quería y
que lo querían de verdad estaban allí, en Fiorito. Fue un raro
festival de alegría y de llantos, fue el mejor premio a tanto esfuerzo.
De plata, ni hablar todavía. Apenas si pudo preparar el único pantalón
especial, uno de corderoy turquesa, válido para invierno o para verano,
y estar listo para jugar. Para jugar, que nunca dejó de hacerlo. Y la
historia apenas comenzaba.
ARGENTINOS / SELECCION
Después de aquel debut en primera división, Diego Armando Maradona no
volvió a dejar el equipo principal. Es más, se hizo habitual que
actuara como titular, con la camiseta número diez. Y no sólo se
entrenaba en Argentinos Juniors, también tenía un lugar en el
seleccionado juvenil. Fue justo en una de aquella prácticas, a
comienzos de 1977, que César Luis Menotti lo llamó aparte, después de
un partido de entrenamiento entre los juveniles y los mayores.
Diego confesó, mucho tiempo después, que le temblaban las piernas. Que
escucharlo al Flaco, en aquel tiempo, era como escucharlo a Dios. Y la
verdad es que lo que el técnico le dijo le sonó a milagro. Lo estaba
convocando para concentrarse con la selección mayor, para un partido
amistoso contra Hungría. En menos de cuatro meses le estaba pasando
todo, quizás demasiado. Lo cierto es que cuando se puso la camiseta
celeste y blanca con la que siempre había soñado jugar tenía apenas
¡doce partidos en primera!
Argentinos fue la plataforma de lanzamiento para la consagración
internacional. Desde abajo, desde la pelea por evitar el fondo de la
tabla, Diego se hizo fuerte. Fuerte de verdad. En aquel Campeonato
Metropolitano 1977, el primer torneo que siguió al de su debut, jugó
37 partidos consecutivos como titular. Y se consolidó.
Algunos nombres de aquel plantel hacen volar los recuerdos. El arquero
era Munutti. Los defensores, Minutti, Carrizo, Agresta del Cerro, Gette,
Núñez, Fusani. Cicogna, Roma, Milani, Romano, Rojas. Los volantes,
Jorge López, Fren, Fusani, Giacobetti, Giordano, Méndez, Di Donato,
González. Los delanteros, Carlos Alvarez, Hallar, Ovelar, Ruiz, Bravi.
Y Maradona, claro.
Lo hizo goleador a Carlos "Bartolo" Alvarez (20 tantos) y él
también grito, 13 veces. Contra Platense, contra Lanús, contra Atlanta
(2), contra All Boys (2), contra Huracán (2), contra Quilmes, contra
Chacarita, contra Estudiantes y contra... Boca (2). Contra Boca, nada
menos. No fue poco para empezar.
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(EL CLUB DE SUS AMORES)
LA
SINTESIS
Para
que no queden dudas, de entrada: Boca es Maradona, Maradona es Boca.
Aquella historia que tiene avales en la propias palabras del
protagonista de esta historia, sobre su simpatía con Independiente,
tiene una razón, también en Boca de Diego: su fascinación por el
juego extraordinario de Bochini y de Bertoni. Pero lo cierto es que en
aquella humilde casita de Azamor y Mario Bravo, la suya, en Villa
Fiorito, flameaba en los corazones familiares una única bandera: la de
los colores azul y oro. Eso mamó desde pequeño. Y además, intuyó,
también desde muy chico, que algo muy especial se estaba gestando entre
él y el pueblo boquense.
Fueron los primeros que lo ovacionaron en una cancha, cuando aquel
"¡Que se quede / Que se quede!" se convirtió en himno en el
entretiempo de un partido de primera entre Argentinos y... Boca. El no
tenía más de 12 años. Años después, no demasiados, siempre con la
camiseta de Argentinos le pegó cuatro cachetazos a un símbolo de Boca,
a Hugo Orlando Gatti. Fueron cuatro goles en un solo partido que
provocaron otra ovación unánime: la de los hinchas de Argentinos, por
supuesto, y también la de los hinchas de... Boca.
Por eso presionó como presionó para que un día, al fin, se pusiera
esa camiseta. Al punto de que él mismo generó el pase. Así fue: el
gran interés era de River Plate, que daba hasta lo que no tenía para
contar con él; sólo bastó que él sugiriera en una entrevista que
Boca Juniors también estaba interesado —cuando en realidad Boca no
tenía ni interés... ni plata- para que la historia cambiara de rumbo.
Al fin, el sueño se concretó, en una operación financiera que podría
estar en la leyenda de la economía mundial. Millones de dólares,
avales bancarios, cuotas escalofriantes.
Nada suficiente para pagar lo que generó, desde aquel debut contra
Talleres de Córdoba, el 22 de febrero de 1981. Dos goles de penal en
una Bombonera colmada que le permitieron adquirir la seguridad que su
ajetreado físico necesitaba, porque era conciente de que no podía dar
todo lo que tenía de entrada.
En el arranque, le cedió la posta del protagonismo a Miguel Angel
Brindisi, un socio ideal. Como para que nadie dudara, igual mostró su
distinción en los partidos diferentes. Como contra River, en la
Bombonera nocturna y lluviosa, tres a cero inolvidable, 10 de abril. Y
en el remate del campeonato, el mejor Maradona. Para dejar atrás a
aquel Ferro de Carlos Timoteo Griguol, engorroso pequeño gran rival que
mezclaba fútbol, básquetbol y ajedrez, con ese Boca que luchaba y
luchaba dirigido por Silvio Marzolini.
Después llegó el Nacional. Pero no vino solo. Lo acompañó una serie
de giras y partidos amistosos que terminaron por minar tanto el físico
de todos, que el camino quedó más tranquilo para la marcha del River
de Kempes.
Diego se fue de Boca en el verano del ’82, casi un año exacto después
de su llegada. Pero no se fue para siempre...
El embarazo de catorce años, gestado en Europa, desarrollado en
Barcelona, Nápoles y Sevilla, con un acercamiento final en la argentina
Rosario, finalmente derivó en el parto del gran retorno.
1995 fue el año; octubre, como corresponde en cada renacimiento
maradoniano, el mes. Primero en la lejanísima Corea del Sur, tierra
amante de Maradona como pocas. Después, en La Boca, su tierra.
"Quiero que la gente diga otra vez: ‘Vamos a la cancha, vamos a
ver a El Diego’", deseó en una frase íntima. Y así fue. En La
Bombonera otra vez, el 7 de octubre de 1995, pisó la cancha más
querida. Boca ganó 1 a 0, pero ese fue un detalle.
Todos fueron detalles, en realidad. Cada uno de los 30 partidos que jugó,
imponiendo algo que fue más allá de sus 7 goles, sus triunfos, sus
empates, sus derrotas en aquellos dos años, dirigido consecutivamente
por Silvio Marzolini, Carlos Bilardo y Héctor Veira: la sensación
inevitable de todos y cada uno de sus compañeros y rivales de que
estaban compartiendo el campo de juego con un monumento de carne y
hueso. Y de talento.
Lo persiguieron con extraños controles antidoping hasta que el dolor
(no físico, sí del alma) lo obligó a gritar basta. Justo contra
River, justo en el Monumental, justo cinco días antes de cumplir 37 años
de edad. Aquel 25 de octubre quedará en la historia. Lo que nunca nadie
se animará a escribir es lo que sigue: fue el último partido oficial
de fútbol de Diego Armando Maradona. Sólo es una referencia; jamás
una verdad absoluta.
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LA
SINTESIS
"¡Lo quería Barcelona / lo quería River Plei / Maradona es de
Boca / porque gallina no es!", cantaba el pueblo boquense con razón
y con orgullo. Pero los dólares (o las pesetas) pudieron más y
retenerlo en el equipo fue una utopía. No en el corazón, claro, que
eso no tiene precio.
Pero hacia España partió Diego, al fin. Primero, para jugar el Mundial
’82. Y después, para quedarse en uno de los clubes más ricos del
planeta: el Barcelona Fútbol Club.
No fue fácil. O, mejor, no se la hicieron fácil.
Más allá del catalán como lengua oficial de esa hermosa región española
que es Cataluña, todos hablaban el mismo idioma... fuera de la cancha.
Dentro de ella, Diego se encontró con que, para la mayoría de sus
compañeros, era más importante correr que jugar. Más furia, menos
talento. Y si bien los demás no podía aprender lo que él sabía desde
la cuna, intuyó que él debía incorporar aquello que todos
consideraban una virtud —"Dejar la piel en el campo", según
la irónica definición de César Luis Menotti- para poder así
contagiar algo de su magia intacta.
No lo ayudó nada su primer entrenador en el club, el alemán Udo
Lattek. El hombre se preocupaba más porque los jugadores cargaran
gigantescas pelotas de entrenamiento que usaran la verdaderas —las de
"fulbo"- en los partidos. Sin embargo, él se impuso. Y volvió
a generar esa fantástica discusión positiva: son muchos los que dicen
que las cosas que Maradona hizo con la pelota —con la de verdad- en el
Barcelona, no las hizo en ninguna otra parte. Por ejemplo, aquel
maravilloso gol a Real Madrid, eterno: con una amague, quebró a toda la
defensa rival, que presionaba en la mitad de la cancha; corrió y corrió
con la pelota pegada a su zurda, hasta encontrarse con el arquero, que
salió a buscarlo más allá de su área; con otro amague no dejó que
los rozara, ni a él ni a la pelota; entonces, encaró hacia el arco vacía,
sin romper la amistad entre su pie y la pelota; cuando ya casi había
llegado a la línea de gol y el travesaño le hacía sombra, aunque que
era de noche, espió por uno de los tantos ojos de su nuca; Juan José,
un barbado y melenudo defensor madrileño venía con todo, dispuesto a
acabar con todas las partes de aquella relación; entonces, la magia;
frenó de golpe, quitó su pie y... su pelota de la barrida del rival y
lo dejó que pasara de largo, como el torero al toro; el pobre Juan José
se estrelló contra el poste; el grandioso Diego tocó, ahora sí, al
gol.
Ningún hombre podía para a un futbolista así. Pero una enfermedad, sí.
Una hepatitis lo enganchó desde atrás, cuando apenas llevaba tres
meses exponiendo su magia.
Había debutado el 4 de septiembre de 1982, perdiendo contra el
Valencia, en Mestalla, por 2 a 1. Llevaba 13 partidos y 6 goles cuando
debió ingresar en reposo absoluto. Reapareció recién tres meses después,
el 12 de marzo, contra el Betis. El técnico era otro y las
posibilidades de soñar también: Menotti y la Liga se ofrecían, con
los brazos abiertos. Todo no pudo ser, pero algo sí: la codiciada Copa
del Rey.
Era cuestión de empezar de nuevo, no había forma de quebrar tanta
determinación.
Sí. La había. Tenía nombre y apellido: Andoni Goikoetxea fue el
verdugo de la mejor zurda de la historia del fútbol. Aquel 24 de
septiembre de 1983, muchos pensaron que su carrera se había acabado, en
el peor de los casos, o que habría que esperar demasiado para volver a
verlo en un campo, en el mejor. Se equivocaron ambos: su regreso en
apenas 106 días fue el último milagro en España.
Eso sí: para salvar su relación con el presidente Joseph Luis Núñez,
que pretendía más protagonismo del que debía, hacía falta algo más
que ayuda divina. más que ayuda divina. Y eso ya no tuvo solución. Al
cierre de la temporada, en medio de una gresca real, en el final de la
Copa del Rey contra el archirival Athletic de Bilbao, el 5 de mayo de
1984, en Madrid, todo se acabó.
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(EL
MUNO RENDIDO A SUS PIES)
LA
SINTESIS
Maradona ya estaba en Nápoles cuando
se enteró de que su nuevo club se había
salvado del descenso por un
sólo punto en la última
temporada. Si bien se sorprendió, no se alarmó; ya estaba acostumbrado.
Fue como volver a los orígenes, a
aquel Argentinos Juniors
que les peleaba desde abajo a todos los grandes.
Lo que sí le llamó la atención de esa populosa y sureña región a la
que arribaba, fue la discriminación que
sufría de parte del
resto de Italia. Lo vivió de entrada, nomás. Cuando viajó al norte
con el equipo, para jugar su primer partido en
la Liga italiana,
en el millonario calcio, contra el Verona. Fue el 16 de septiembre de
1984 y el dolor y las ganas de revancha se
mezclaron en la sangre de
Maradona por el resultado en contra, 3 a 1, y por las banderas de los
hinchas rivales. "¡Lavatevi!", lávense,
se leían en ellas.
El calcio ya era el campeonato de las estrellas y el Napoli tenía la mayor,
pero le faltaba otras para brillar
en serio. La primera rueda de aquella primera temporada, 1984/85 fue la
de un equipo que apenas hace méritos para salvarse raspando del
descenso. La segunda, en cambio, ya tuvo otro color: el Napoli sacó más
puntos que el equipo que finalmente se consagró campeón, el Verona del
italiano Galderisi, el alemán Briegel y el danés Elkjaer-Larsen.
De la mano de Diego, descenso había pasado a ser una mala palabra hasta
en el dialecto napolitano.
El cambio de mentalidad fue tan evidente que, en la segunda temporada,
la 1985/86, y en sociedad con un delantero que él mismo había hecho
comprar, Bruno Giordano, el Napoli de Maradona asustó a los poderosos
del norte: finalizó tercero y entre el nuevo número nuevo y Diego
convirtieron 21 tantos. Temblaba la Juventus, que en ese año se quedó
con el scudetto. Por poco tiempo...
La explosión se produjo en la tercera temporada, la de 1986/87: tras 60
años de espera, el Napoli consiguió su primer scudetto, dejando en el
camino al poderoso Milan y desatando el carnaval napolitano. La
consagración fue en el San Paolo, el 10 de mayo de 1987; le alcanzón
con empatar, 1 a 1. A partir de aquel dí y sin temor a la herejía, los
napolitanos entronizaron a un nuevo santo: junto a San Gennaro, patrono
de la ciudad, ahora estaba El Diego. O Diecó, mejor.
Ciudad de extremos al fin, Nápoles vivió el gozo y la frustración con
la pasión con que sólo puede vivirse allí en la cuarta temporada de
Maradona, la de 1987/88. Fue, quizás, el mejor arranque del Diez y de
todo el equipo en su historia de vida juntos, pero todo se derrumbó de
tal manera al final que es imposible darle la dimensión verdadera.
Resultó que el Napoli comenzó como una máquina arrasadora, batiendo
todos los records estadísticos a los que los italianos son tan
propensos, pero cerca de la meta su motor se fundió. La fórmula
Ma-Gi-Ca, conformada por el mismo Maradona, Giordano y Careca, el
brasileño que se había sumado al club, no fue suficiente para evitar
el desastre: de los últimos siete partidos, perdió cinco y empató
dos. El partido clave se perdió contra el Milan, 3 a 2, el 1 de mayo y
en el mismísimo San Paolo. La sombra del totonero oscureció la imagen
de un grupo excpecional, le costó el puesto a varios y obligó a
Maradona a redoblar la apuesta, molesto por la sospecha.
En su quinta temporada, la de 1988/89, el Napoli demostró que no era
ninguna casualidad pelear arriba. Perdió la pulseada ante un gran
Inter., pero fue más allá de las fronteras italianas: Maradona le
regaló la primera Copa de la UEFA de su historia, en una extraordinaria
campaña y venciendo al Stuttgart alemán; el partido final de vuelta se
jugó en Alemania, 17 de mayo de 1989, y el empate, 3 a 3, permitió la
vuelta olímpica.
A esa altura, Diego pensaba que su ciclo ya había terminado. Pero ningún
dirigente se animaba a abrirle la puerta para dejarlo salir. Por eso,
pese a la promesas incumplidas, afrontó su sexta temporada en el
Napoli, la de 1989/90, con una gran dejo de resentimiento. Se sabe: el
combustible de Maradona muchas veces ha sido la bronca. Y esta vez no
fue la excepción: cabeza a cabeza con el Milan, en el final sacó la
diferencia decisiva. Y cuando todos pensaban que ya existía el gran
Napoli de Maradona, el gran Maradona de Napoli respondió a su manera:
con el segundo scudetto para la historia del club. La consagración fue
otra vez en el San Paolo, con una victoria contra la Lazio, por 1 a 0,
el 29 de abril de 1990.
Inmeditamente, empezó el Mundial de Italia ’90. Y en él, la
eliminación de los italianos a mano de Argentina. Quizás por eso,
Maradona jamás debió afrontar su séptima temporada allí, la de
1990/91. Demasiada bronca había contra él, no llegó a terminarla. Jugó
su último partido el 24 de marzo de 1991, contra la Sampdoria, en
Genova. Un caso de doping que aun hoy está bajo sospecha lo obligó a
escapar de Italia, sin despedirse Maradona de los napolitanos como uno y
otro lo merecían.
Igual, tan grande es la historia de Diego en el Napoli que hoy continúa.
Y continuará por siempre.
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LA
SINTESIS
Una suspensión con sabor a vendetta italiana le prohibía jugar al fútbol.
Quince meses era la sentencia, que recién lo liberaba el .. ... .
Demasiado tiempo para un talento indomable. Necesitaba correr.
Necesitaba gritar un gol. Necesitaba ser feliz.
Campeón del mundo con Argentina. Ganador todo en Italia. Había llegado
a la cima. Al cielo. Era Dios. Intentaba volver a ser terrenal. Y
Sevilla era el destino ideal para eso. Jugar y divertirse, esa era la
consigna.
Interminables negociaciones con el Napoli, que insistía en que
regresara a Italia cuando se cumpliera la suspensión, eran señales
claras de que la tranquilidad no existía para él. Volvía a estar
nuevemente en el centro de la escena.
Objeto de culto al fin, el amor desmedido de los napolitanos añoraba
sus hazañas. Sangre latina caliente que no admitía la resignación.
Pero el Sevilla FC, con Carlos Salvador Bilardo como técnico y el Cholo
Simeone, esperaban por él. Después de 86 días de negociaciones,
obtuvo la ansiada libertad. Lloró abrazado a sus hijas. Como le dijo su
representante Juan Marcos Franchi en aquel momento: "Pibe, sos
libre. Sos libre de verdad...".
El 28 de septiembre de 1992 volvió a pisar un campo de juego. Fiesta en
Sevilla para recibirlo. Treinta mil personas esperaban en el estadio Ramón
Sánchez Pizjuán. El Bayern Munich de su amigo Lotthar Matthaus era el
invitado, el partenaire. Un tiro libre en el travesaño, indicaba que la
clase estaba intacta.
Tenía que seguir demostrándolo, en serio. San Mames, el estadio
inevitable. Athletic Bilbao, el rival. Como si el tiempo no hubiera
pasado. La catedral del equipo vasco había sido el escenario de las
eternas batallas en su paso por Barcelona. Pero este 4 de octubre de
1992, la historia era bien distinta: hacía su presentación oficial.
Otras cosas, claro, no habían cambiado. El grito de bienvendia de los
ultras del Bilbao fue inconfundible: "¡Goyko. Goyko!", escuchó
Diego. El nombre de quien casi una década antes había transformado su
tobillo en una madera rota y la noche previa se había presentado en el
hotel del Sevilla para, por fin, disculparse.
Lo cierto es que si algo no habían perdido los rivales por él, eso era
el respeto. El Real Madrid y Barcelona vieron lo mejor de su talento. La
selección lo tentaba nuevamente. Volvían los viajes. Retornaban las
presiones. Comenzaban los... problemas.
Los viajes a la Argentina para ponerse la irrenunciable celeste y blanca
desgastaron la relación con el presidente Luis Cuervas. Nada volvería
a ser como antes
El 12 de Junio de 1993, fue el fin. Explotó. Estaba golpeado en una
rodilla, dolorido. En el entretiempo del partido frente al Burgos,
Bilardo le pidió que se infiltrara. A los ocho minutos, el técnico
ordenó el cambio. Se sintió usado. Lo miró a los ojos, lo puteó y se
fue. Todavía no sabía hacia donde.
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LA
SINTESIS
La idea fue del Gringo Giusti, pero se le podía haber ocurrido a
cualquiera. Con su traje de representante, el ex compañero de Diego en
el seleccionado observaba desde la tribuna un partido de Newell´s. En
medio del aburrimiento de un partido intrascendente, lo miró a la Tota
Rodriguez y le dijo "Este club necesita un golpe de efecto. Y yo
conozco a la única persona capaz de dárselo". Esa persona era,
claro, el apellido mismo del fútbol: Maradona. Parecía el mejor
destino. Una ciudad que respira y vive para el fútbol lo esperababa.
Todo Rosario estaba pendiente de él. Hasta los hinchas de Rosario
Central le perdonaban jugar en Newell´s: "Salvemos a Maradona, la
lepra se cura", ironizaban.
Con el entusiasmo de un principiante, comenzó la dieta más estricta de
su vida. Bajó 12 kilos, gracias a o por culpa de un chino de nombre
casi imposible de recordar, Liu Guo Cheng.
El lunes 13 de septiembre de 1993 el Parque Independencia cobró vida.
Desbordaba de ansiedad. Fue una tarde irrepetible. Treinta mil personas
estaban a punto de presenciar el milagro. Maradona con los colores rojos
y negros. Asomó su pequeña figura por la manga y sus piernas no se
animaron a coordinar un paso más. Recibió una ovación que lo alentó
a levantar tímidamente los brazos. Una pelota se deslizó hacia él,
para que haga lo que nadie puede imitar. Ni siquiera eso lo pudo hacer
reaccionar. Sus compañeros se acercaron con devoción y lo elevaron al
cielo. Su sonrisa fue eterna. Igual que en el San Paolo casi un década
antes, la gente había ido sólo para verlo hacer juguito.
El indio Solari le daba las comodidades que necesitaba. Ocho años, diez
meses y ocho días después volvía a jugar oficialmente para un club
argentino y en la Argentina. Fue el domingo 10 de octubre de 1993 en
cancha de Independiente, el mismo lugar donde él vio sus primeros
partidos de fútbol y admiró las paredes de Bochini y Bertoni.
Regaló todo su entusiasmo y calidad en un par de toques marca
registrada. Dejó para el recuerdo una rabona inolvidable que Islas salvó
de forma milagrosa. No sería la última.
Aun cuando fue una ráfaga y la historia quedó inconclusa, a ningún
hincha de Newell’s se le ocurriría mostrarse arrepentido por haberlo
tenido con ellos, aunque sólo fuera por cinco partidos.
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LA
SINTESIS (Selección Juvenil)
"Cuando
me pongo la camiseta de la selección, el sólo roce de la tela ya me
eriza la piel". ¿Hace falta agregar algo más a esta definiciónn
de Diego Maradona? Seguramente, no.
El primer contacto con esos colores fue en Chascomús. Aquel 3 de abril
de 1977 quedó detenido en el tiempo. La Selección Juvenil Argentina le
ganó 3 a 2 al Combinado de Chascomús. Solo cinco días después, en
Cipolletti, convirtió su primer gol con esa camiseta. Y enseguida supo,
también, que la tristeza era más tristeza, con la Argentina sobre las
espaldas: ese mismo año, en el Campeonato Sudamericano de Venezuela
jugaron tres partidos y... no pudieron ganar ninguno. Ya aparecía la
bronca como el mejor combustible para potenciar su motor y buscar el
desquite.
Claro que, demostrar y demostrarse eso, todavía faltaba el peor golpe:
quedarse en la puerta del Mundial de 1978, justo en Argentina. Lloró
sin consuelo, de verdad, como en un velorio. Y le prometió a su mamá,
a su papá, a su novia, a los suyos, que ganaría todos los trofeos que
hubiese en el mundo y se los llevaría a su casa.
En el camino de cumplir esa promesa,
sorprendió al alemán Franz Beckenbauer, nada menos. Después de un
partido amistoso que le ganaron al Cosmos, en Tucumán, el 3 de
noviembre de 1978, el gran Káiser le pidió su camiseta, como recuerdo.
Se venía el Sudamericano de Uruguay, que clasificaba para el Mundial
Juvenil, a jugarse en Tokio. Fueron subcampeones después de empatar con
Uruguay, 0 a 0, el 8 de enero de 1979, y ganarle a Brasil, 1 a 0, el 31
de enero de 1979.
Entonces, sí, llegó la hora de la gran revancha.
Los primeros jugadores los eligió Ernesto Duchini y Cesar Luis Menotti
terminó de darle forma a un equipo inolvidable. Único. "Nunca me
divertí tanto dentro de una cancha. Sacando mis hijas, me cuesta
encontrar una alegría semejante", según la definición del propio
Diego. Cierta, por supuesto. Que lo digan los argentinos, que se
levantaban a las cuatro de la mañana para verlos jugar. Los ojos del
mundo no terminaban nunca de sorprenderse con tanta habilidad. Un taco
por acá, una gambeta por allá. La formación de memoria, como las de
los grandes equipos de la historia: Sergio García; Carabelli, Juan Simón,
Rossi, Hugo Alves; Barbas, Rinaldi, Maradona; Escudero, Ramón Díaz,
Gabriel Calderón.
Para todos ellos juntos, fue casi un tramite hasta llegar a la final.
Unión Sovietica, era el último escollo. Empezaron perdiendo uno a
cero. Sólo un susto. Tres a uno, con gol de Diego de tiro libre, fue el
resultado final. Y la Copa en casa, en las manos de Diego, que quiso
volver a Buenos Aires para vivir ese momento, para bajar de la
escalerilla del avión con el trofeo en alto. Para la Tota, para don
Diego, para la Claudia, para los suyos. Para todos. Para empezar a
cumplir con la promesa.
LA
SINTESIS (Selección Mayor)
Diego
Armando Maradona es capaz de hacer cualquier cosa por la camiseta
argentina. Por ejemplo, cruzar el Océano Atlántico cuatro veces en
catorce días para jugar dos partidos amistosos. O pelearse con
cualquier dirigente del mundo que le pague el mejor sueldo para hacerse
un tiempo para ponerse la albiceleste. O salir a la cancha con el
tobillo en una estado tan calamitoso que cualquier persona normal ni
siquiera podría caminar y, así y todo, ser decisivo para ganar el
partido.
Desde siempre lo siente así. Desde que en una tarde de febrero de 1977,
después de una práctica de juveniles (él y sus compañeros) contra
los mayores (ellos, Passarella, Gallego, Luque, Bertoni), el Flaco César
Luis Menotti lo llamó aparte y le dijo, casi al oído, para que no se
enterara nadie, que iba a quedar concentrado con los mayores, para el
amistoso contra Hungría.
Fue el 27 de febrero de 1977 el gran debut. Y aunque Diego sabía que sólo
iba a entrar si el partido se ponía fácil, el "¡Maradóóó,
Maradóóó!" bajó temprano de las tribunas, reclamando la
presencia de ese pibe que apenas tenía doce partidos en primera división
pero talento de experto. Ellos lo intuían. El también.
El "¡Maradóóó, Maradóóó!" se escuchó muchas veces,
entonces. En los 91 partidos oficiales, con 34 goles, que jugó con la
camiseta más querida y también cuando no estuvo: para la gente, el
himno se ha convertido en un sinónimo de exigencia cuando el equipo
nacional no da lo que ellos quieren... Presente es ese curioso gesto y
presente están, siempre, los pasos de Maradona en el seleccionado
nacional.
En el noveno partido gritó un gol propio por primera vez. Fue el 2 de
junio de 1979, en Glasgow, contra Escocia. La Argentina ganó 3 a 1 y
los esoceses aplaudieron de pie a ese pibe con el pelo cortito por la
obligación de la colimba, el servicio militar. Y tanto le gustó que en
el siguiente partido patentó el festejo, saltando al aire, las piernas
abierta, la rodilla derecha más arriba y el puño del mismo lado
revoleado al cielo: fue en el Monumental, el 25 de junio de 1979, contra
tantos monstruos que eran el Resto del Mundo. Algo de bronca y rabia,
como siempre, había en aquel logro: un años antes, por eso era el
partido, un festejo, el seleccionado argentino de César Luis Menotti se
había consagrado campeón del mundo... Sin Maradona. Para el Flaco, había
otros números 10 antes que él en aquel momento, 19 de mayo de 1978, el
momento de la decisión, como Valencia, Villa, Alonso, Larrosa. Para
Maradona, no habría amargura más grande. Tampoco tanto combustible
junto para buscar la revancha.
Hacer goles se le hizo costumbre, entonces. A Bolivia, a República de
Irlanda, a Polonia, a la Unión Soviética, a Brasil. Y Austria, entre
medio de todos esos partidos: fueron tres juntos, por primera vez, en
Viena, el 21 de mayo de 1980; una verdadera sinfonía.
Entre 1979 y 1980 jugó 18 partidos en la Selección y convirtió 11
goles. En 1981, apenas 2 encuentros y ningún grito. Y enseguida, la
vigilia del Mundial ’82. con 5 cotejos.
Para un ganador como Diego, España ’82 fue una gran frustración,
claro que sí. Ya transferido al Barcelona, todos los ojos estaban
posados sobre él, esperando la explosión del número uno. No pudo ser.
Y por razones varias: un grupo sin demasiado hambre, fallas tácticas,
carencias individuales y muchos golpes, sobre todo a... Maradona. Si se
busca una alegría de aquel debut mundialista, es posible encontrarla en
sus dos primeros goles a semejante nivel: los dos a Hungría, el 18 de
junio de 1982, para el 4 a 1. A los golpes, después, el italiano
Claudio Gentile empezó a empujarlo. Y una sobrada de los brasileños
provocó la definitiva salida: planchazo en los genitales a Dirceu,
tarjeta roja y chau primera Copa del Mundo, el 2 de julio de 1982.
Insólitamente, volvió a jugar en el seleccionado casi tres años después.
Ya era jugador del Napoli. Carlos Salvador Bilardo lo eligió y él
aceptó: sería capitán, sería titular, sería bandera. Fue, quizás,
el mayor acierto de Bilardo en toda su carrera. El compromiso de Diego
fue tan grande que aquel 9 de mayo de 1985, cuando se puso otra vez la
camiseta albiceleste, contra Paraguay, 1 a 1, quedará en la historia
por eso y por el periplo que aceptó realizar el Diez, símbolo de un
compromiso sin reservas, que sería la marca registrada de los
seleccionados argentinos durante mucho tiempo: cruzar el Atlántico no
era cansador para él si del otro lado estaba el equipo nacional.
La pelea, entonces, fue otra: nadie, salvo los jugadores y el cuerpo técnico,
quería al seleccionado. Y la clasificación agónica para el México
’86 no ayudó nada de nada. Pero Diego confiaba. Y Bilardo confiaba en
Diego. Entonces llegó el Mundial.
Nadie es capaz de refutar que la influencia de Diego Armando Maradona en
aquel equipo campeón del mundo no tiene comparación. Y que pocas veces
en la historia hubo un número uno tan definido. Debería basta con la
mención del gol, El Gol, el mejor gol de todos los tiempos: 22 de junio
de 1986, estadio Azteca, México, toda Inglaterra en el camino, la
pelota en el arco, ¿qué más? Hay más, hay otro gol histórico en el
mismo partido, con La Mano de Dios. Como robarle la billetera a los
ingleses, éste; vengar a los pibes de Malvinas, aquel. Definiciones de
Maradona, todas.
Si en algo se equivocó Diego fue en pensar que aquella imagen suya, con
la Copa del Mundo en alto, el 29 de junio de 1986, bastaba para acabar
con las discusiones. Al contrario.
Si él había pensado que aquel que se consagró era un equipo realmente
suyo sobre todo porque luchaba contra todo, debía acostumbrarse a
seguir de la misma manera.
Fueron tiempos de lucha, los siguientes. Dos Copa Anmèrica, 1987 en la
Argentina y 1989 en Brasil, para olvidar rápido. Y enseguida, el desafío
de Italia ’90, para defender lo que era suyo: la Copa del Mundo. A
ningún Mundial llegó Maradona como a aquel. Venía de lograr su
segundo scudetto con el Napoli, volaba físicamente. Hasta que un tonta
uña encarnada del dedo gordo del pie derecho le puso un bache en el
camino, una gripe inoportuna otro más y las patadas de los cameruneses
finalmente lo detuvieron. Fue el 8 de junio de 1990, en el Giusseppe
Meazza de Milano; Camerún 1, Argentina 0; una de las derrotas más
dolorosas en la carrera de Maradona.
La cosa era, como tantas otras veces, enojarse y arrancar de nuevo o
dejarse caer. De a poco, arrancaron. Y a fuera de penales (Grande,
Goyco) llegaron. A la final, llegaron. Con despojos de jugadores,
incluido Diego, allí estuvieron. Antes, tuvieron que eliminar a Italia,
en las semifinales; para Diego, aquel triunfo por penales, en su San
Paolo, después del 1 a 1, fue la sentencia de muerte. Resultó lógico,
entonces, que el 8 de julio de 1990, en el estadio Olímpico de Roma, en
la final de la Copa del Mundo, el árbitro mexicano Codesal ignorara un
claro penal de Matthäus a Calderón en el área alemana y viera uno de
Sensini a Völler en el área argentina. Fue subcampeonato. Para Diego,
inservible. Los segundos puestos no se festejan.
Diego lloró en la cancha, al final. Lloró con la grandeza que no tuvo
el público para entender esa tristeza y silbó. Para Diego, fue uno de
los peores golpes de su vida: "Nunca imaginé que hubiera gente que
se alegre por mi tristeza", dijo entonces.
Le costó volver al seleccionado después de tanto dolor. Poco más de
dos años y medio. El 18 de febrero de 1993, en el marco de los festejos
por el centenario de la Asociación del Fútbol Argentino, jugó contra
Brasil, en el Monumental. Ya había sido nombrado, con justicia, qué
duda cabe, el más grande futbolista argentino de la historia.
Y cuando pocos pensaban que volvería, tras aquella maldita suspensión
por quince meses del ’91, allí estuvo, liderando al equipo del Coco
Alfio Basile hacia la clasifiación para el Mundial de 1994. Australia
lo vió festejar su cumpleaños número 33 y también la posibilidad de
su carta Copa del Mundo.
Estaba muy bien. Era el mejor. El milagro se había concretado. Gritó
su gol inolvidable contra Grecia, el 21 de junio de 1994, y luchó
contra los nigerianos. No pudo con la FIFA; algo le buscaron, algo le
encontraron. Y lo echaron.
Lo echaron de un Mundial, apenas. Jamás podrán sacarlo de la historia.
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